Lo vemos cada día. Si las personas no somos consecuentes con nosotras mismas, ¿cómo lo vamos a ser con los demás? Ahora que tenemos encima la operación retorno de vacaciones, me sirve como ejemplo otra vez el caso de la velocidad al volante.
Conocemos las reglas del juego. Sabemos que hay unos límites que no podemos (debemos) sobrepasar. Si nos preguntan qué creemos que es lo correcto, respondemos sin dudar que moderar la velocidad es la mejor opción anti-desastre. No obstante, decidimos a menudo saltarnos las reglas aceptando las consecuencias... mejor dicho, creyendo que aceptamos las consecuencias.
Hasta aquí, bien. El problema empieza cuando la tolerancia a la frustración es baja y encima nos pasamos las reglas por el arco del triunfo. Se junta el hambre con las ganas de comer.
Una de las últimas consecuencias: se ha puesto de moda sabotear los radares de velocidad de las carreteras y autopistas en todo el país. Sucede en Barcelona, Manresa y en muchos otros sitios de Cataluña, pero también en Elche y en el resto de la Comunidad Valenciana, así como en Córdoba, Bizcaia... ¡y hasta en Inglaterra! Evidentemente, no se trata de un caso aislado.
Los radares que se avecinan, integrados en las vallas de la carretera.
¿No supone un considerable ahorro de tiempo y una conducta más gratificante disminuir la velocidad en lugar de detenerse para cometer un delito?
Como dato orientativo, cada 3 días se inutiliza por parte de enfurecidos “saltanormas” un radar, aunque son actuaciones inútiles, ya que en tan sólo 48 horas vuelven a estar operativos y, además, las cámaras adicionales de seguridad de las cajas del radar se quedan con la jeta del energúmeno.
Donde algunos/as deciden no correr, otros/as deciden correr y pagar. Ahora tenemos una tercera generación: los/as que quieren correr pero no pagar… ¿Hasta dónde podemos llegar?